Creadores de Musica

Lujuria”, dice, y se ríe del otro lado del teléfono. Egle Martin explica el significado de su nombre y el gesto basta para saber que todo lo que vendrá después será intenso. La nota que empieza un sábado a la tarde en una mesa de té seguirá en la cena y terminará entrada la madrugada con una escucha guiada de sus grabaciones y hasta algunos pasos de baile improvisados en el living de ese caserón lleno de música en el sur de Barracas. Algunos pensarán que es un exceso. Otros, que es lo justo y necesario para terminar de entender a qué se refería Astor Piazzolla cuando decía que, más que una persona, esta mujer es “un pedazo de música”. 


Con un guiño al drama en la definición de un hombre enamorado, vale decir que en ese “ser música” Egle es bailarina, vedette, actriz, compositora, coreógrafa, intérprete y... música.
“Mamá era cantante lírica y cantaba fados. Se embarazó en Río de Janeiro y se quedó ocho meses allá. O sea que me la pasé escuchando tucutingui tungu”, cuenta e imita el ritmo de samba. Quizás por eso sus grandes amigos brasileños (Maysa Matarazzo, Luis Eca, Vinicius de Moraes, Hermeto Pascoal) la reclaman como “de allá”. 
Pero Egle nació en Ayacucho y Juncal y creció muy cerca de su abuela materna, pianista y diseñadora de modas. “Los domingos íbamos a la Iglesia del Pilar, después a La Biela a tomar un copetín y a comer a la Munich. Yo creía que el árbol de esa esquina era mío. Me trepaba y había que pedirle a los mozos que me bajen”, cuenta. A los siete años ingresó a la escuela del Colón y se sumergió en “una burbuja clásica”, hasta que a los 13 vio Cantando bajo la lluvia y conoció el jazz.
“Con un disco de Duke Ellington y otro de Sarah Vaughan descubrí la síncopa y me di cuenta de que podía transformar el adaggio de El lago de los cisnes”, sigue, y tararea algunos compases de su versión de Tchaicovski, el comienzo de su romance con el scat (improvisación vocal del jazz). Cuenta que cantaba bajo la ducha, y mezcla una anécdota de su gran amigo Vinicius: “Componía en la bañera, y Toquinho y yo sentados uno en el bidet y otro en el water”.
Por esos días buscaban caras nuevas para la pantalla grande y la descubrieron. Siguieron años de cine (filmó con Lolita Torres, Daniel Tinayre, Mario Sábato), la amistad con Elina Colomer (novia de Juan Duarte, que la llevaba a los flippers y le regalaba la merienda cuando ganaba), el premio Miss Televisión... A los 15 años la llevaron a Chile para hacer teatro de revista y tuvo algunos contratos para continuar con el género en Buenos Aires, pero no funcionó. “Querían que fuera sólo un cuerpo y yo buscaba otra creatividad en la puesta”, dice. Antes de cumplir 20 se había retirado.
Ya era amiga de Dizzy Gillespie, había noviado con Lalo Schifrin y estaba enamorada de Lalo Palacios, con quien se casó y tuvo dos hijas (Alejandra, fotógrafa, casada con Gustavo Santaolalla; y Bárbara, cantante). Vivían en Peña y Ayacucho en un departamento famoso por las trasnochadas con músicos y artistas. 
Alguna de esas noches apareció Vicente Battista con el dato de que había un grupo de africanos argentinos tocando tambores. Egle los fue a conocer esa misma noche y comenzó una larga investigación antropológica en busca del ritmo propio. En ese camino creó el dombe, “destinado a contagiar el mundo”, en palabras de Vinicius, un experimento que dejó dos grabaciones que hoy suenan en las discos de Europa y Estados Unidos. 
Ahora su música es un show en el que la acompaña un grupo rosarino (a los que nombra uno por uno) y da clases y seminarios de tambores a alumnos particulares y en empresas. “Los tambores son sagrados, representan el corazón y la sangre, y generan una forma diferente de encuentro”, explica. Y hay algo de eso porque la charla mantiene el ritmo y siguen los nombres y las anécdotas. Aunque ya no haya té, ni café, ni rastros de la cena.